RIVAR Vol. 5, N° 14. Mayo 2018: 316-319.
Artículos
Papilas y moléculas. la ciencia aromática de los alimentos y el vino, de François Chartier
Barcelona, Planeta Gastro, 232 págs.
Pablo Alonso González*
Eva Parga Dans**
*Instituto Productos Naturales y Agrobiología, IPNA-CSIC Correo electrónico: pabloag10@hotmail.comc
**Grupo de Estudios Territoriales, Universidade da Coruña Correo electrónico: eva.parga.dans@udc.es
Pese a lo que pueda parecer, la degustación del vino entendida como proceso metodológicamente articulado y reflexivo es relativamente reciente. La enormidad de aromas y sabores que el degustador debe describir supera ampliamente al abanico lingüístico del que disponemos para objetivarlo. Ciertamente, desde hace muchos siglos, disponemos de relatorios poéticos, formas retóricas y un vocabulario florido para describir el vino; desde Cervantes en el Quijote a Cunqueiro en sus odas al albariño. Sin embargo, este lenguaje retórico e impreciso no permite transmitir de manera clara y fiable la descripción de un vino, como se lleva intentando desde hace más de un siglo, por ejemplo, en la Universidad de Davis, California (Shapin, 2012).
Solo posteriormente, desde la década del 50, comenzaron a aparecer vocabularios más amplios y codificados para describir el brebaje: 250 con Norbert Got en 1950, 450 con el diccionario del vino de Claude Féret (1988) en 1962, y una más amplia variedad con Emile Peynaud (1992) en Le gout du vin de 1980. Desde la perspectiva francesa, sería el “nariz del vino” de Jean Lenoir el que popularizó la cata con sus “cajas” de aromas. Más allá de la verborrea, hablar de vino de manera objetiva requiere una formación profesional. Pese a la popularización del sistema cuantitativo de puntos (los 100 puntos de Robert Parker y similares), estos tienen en cuenta una serie de ponderaciones y factores que buscan un análisis, descripción y catalogación literal y objetiva. Lo mismo sucede con el maridaje:
más allá de los maridajes clásicos de la cocina tradicional, ha sido difícil el avance en la estandarización de los platos de cocina contemporánea. Como afirma el autor del libro, François Chartier, este vacío era aún mayor en el caso de la cocina molecular, que, como él mismo afirma, “no va con ningún vino”.
Chartier, consagrado como mejor sumiller mundial en 1994, entra en el mundo de lo que él define como sumillería molecular de forma nada aleatoria. Con 30 años de edad, Chartier fue diagnosticado con esclerosis múltiple y condenado a la silla de ruedas. A partir de ahí, cambió de dieta dejando el azúcar y la carne roja, manteniendo una rutina de yoga. Finalmente, estabilizó la enfermedad y acabó con sus síntomas; todo ello a partir de lecturas y un enorme saber auto-inculcado que le llevó a un amplio conocimiento sobre enología, química y alimentación. Estas pasiones se cruzaron en su vida con la sumillería, dando lugar a Papilas y Moléculas, resultado también de su colaboración con científicos y chefs del máximo nivel en todo el mundo. Entre ellos, y quizás sobre todo, Ferrán Adriá, con el que colaboró durante años en la realización de maridajes en El Bulli y quien prologa la edición en castellano.
El principio básico de Chartier es que si dos elementos culinarios comparten componentes aromáticos, irán bien juntos en maridaje. Así, los Jereces, Sauternes y el sake envejecido, por ejemplo, poseen un componente llamado sotolon, que maridará bien con platos que contengan fenogreco, nueces o jarabe de arce, que también lo poseen. Evidentemente, Chartier no ha sido el primero en explorar la vía de la química para mejorar o potenciar el imaginario culinario y alimentario, pero quizás la premisa de la que parte Chartier es tan exitosa por su simplicidad, ya que detrás del gusto existe una interacción muy compleja tanto entre formación cultural y estructura biológica, fenotipo y genotipo, que va más allá del individuo y su percepción para alcanzar a la sociedad al completo y el medio ambiente. Si para gustos, colores, la “harmonía molecular” de la que habla Chartier pretende alcanzar al número máximo de consumidores complacientes a partir de una base química supuestamente común entre vinos y alimentos.
La estructura del libro es igualmente sencilla. Se divide en tipos de aromas, y enfatiza los alimentos fundamentales o más conocidos en los que estos aparecen. Algunos como la canela, el clavo, la cúrcuma o la piña son fáciles de identificar, pero otros como el nombrado sotolon, el roble o la capsaicina son más difíciles de conseguir y maridar. Chartier identifica los componentes volátiles de cada uno de estos elementos, su contribución al aroma, y establece parejas de alimentos que se complementarían bien en la práctica. Por ejemplo, los vinos añejados en roble poseen componentes similares a los del jarabe de arce, lo que le lleva a elaborar una tabla con los aromas que comparten, desde los furanones, el maltol hasta la vainillina; y a establecer los alimentos con los que se complementaría: palomitas de maíz, cacahuetes tostados o chocolate, pero también bebidas como el ron tostado viejo o cervezas negras de potente fermentación.
El libro de Chartier tiene la virtud de hacernos reflexionar sobre la importancia de preservar la biodiversidad tanto en la agricultura como en el mercado, de cara a evitar la pérdida de aromas y sabores “reales” que estimulen nuestras papilas. Y es que el autor también insiste en este libro, y en toda su trayectoria, en la necesidad de potenciar la calidad del producto y evitar su transformación en aromas químicamente manipulados para estimular el gusto humano. Y es que aquí reside precisamente una de las cuestiones fundamentales a analizar desde las ciencias sociales, ya que compañías dedicadas a la “captura” de aromas, como la Suiza Givaudan, se dedican precisamente al conocimiento y “engaño” de nuestras papilas a través de los aromatizantes: a través de la intervención en el perfil sensorial de un vino podemos creer consumir Chardonnay sin que lo sea realmente. Esto tampoco ha de escandalizarnos, ya que el uso de levaduras añadidas y de aromatizantes en vino es una práctica muy extendida en la enología moderna, independientemente de si los vinos se encuentran protegidos por indicaciones geográficas de origen o no.
El compromiso de Chartier con las “comidas reales” resulta satisfactorio pero insuficiente. También lo es el libro de Chartier para aquellos que esperan de su obra un manuscrito de cocina con recetarios sencillos, o por el contrario, una obra de ciencia dura. Existen en el libro bastantes afirmaciones que son más bien cuestión de fe que de datos basados en evidencia empírica y, cuando estos datos se presentan, resultan de escasa utilidad o dudosa validez, especialmente cuando se recubren de una jerga llena de tecnicismos que impide su verdadera aplicación práctica; por ejemplo cuando se habla de “desquiterpénicos” o “aldehídos” sin definirlos.
La propia estructura del libro, que se basa en un compendio de distintos aromas, comidas, ingredientes o moléculas, avanza sin una progresión lógica o una consecuencia que explique algo en particular. Así por ejemplo, en relación con lo anteriormente expuesto, surgen dudas para aquellos que reflexiva y críticamente se plantean lo que se encuentra en el interior, sobre todo, de un vino, pero también de un alimento. En el caso del Sauvignon Blanc, por ejemplo, se dice que sabe a anís. Comidas como manzanas, tubérculos o manzanas tienen aromas de anís.
Por lo tanto, el Sauvignon Blanc marida bien con estas comidas. Pero... ¿de qué Sauvignon Blanc estamos hablando? Como hemos planteado en otra reseña previa (Parga Dans y Alonso González, 2017) se trata de un vino natural, macerado con pieles y hollejos, sin levaduras externas, nitrógeno de fácil absorción, metabisulfito en exceso y aromatizantes y estabilizantes agresivos; o por el contrario, ¿de un producto resultante de una enología invasiva centrada precisamente en que el Sauvignon Blanc este debe sabernos a anís? ¿No estamos contribuyendo en este sentido a una estandarización del gusto? No son, obviamente, cuestiones que competan al propio Chartier, pero sí que han de surgir de la lectura reflexiva de esta, por otra parte, gran obra de amena lectura y abierta a la discusión, que finalmente aparece traducida al castellano.
Agradezco esta publicación a mi mentor, Juan Guillermo Muñoz, quien me animó para transcribir y publicar los libros.
Fuentes Primarias
Féret, C. (1988). Dictionnaire du vin. Boulogne-sur-Seine, Sézame.
Got, N. (1950). La dégustation: la dégustation des vins, des boissons et des produits alimentaires. Perpignan, L'Auteur.
Parga Dans, E., y P. Alonso González. (2017). "Gómez Pallarés, Joan. Vinos naturales en España. Placer auténtico y agricultura sostenible en la copa. Barcelona, RBA Libros, 2013". RIVAR 4(12): 221-224.
Peynaud, É. (1992). Le goût du vin. París, Dunod.
Shapin, S. (2012). "The tastes of wine: Towards a cultural history". Rivista di estetica 51(3): 49-94.