Femando Mujica y Amalia Castro.
“Batallas por el gusto y la calidad vitivinícola. El arte de catar vinos y aguardientes entre las rutas comercial-vinícolas-aguardenteras del Cono Sur de América (1585-1814)/Battles for the taste and quality wine. The art of tasting wines and spirits between trade-wine-and spirits routes in the Southern Cone of America”.
RIVAR Vol. 2, N° 4, ISSN 0719-4994, IDEA-USACH, Santiago de Chile, enero 2015, pp.40-56


Artículos

 

Batallas por el gusto y la calidad vitivinícola. El arte de catar vinos y aguardientes entre las rutas comercial-vinícolas-aguardenteras del Cono Sur de América (1585-1814)*

Battles for the taste and quality wine. The art of tasting wines and spirits between trade-wine-and spirits routes in the Southern Cone of America (1585-1814)

 

Fernando Mujica** y Amalia Castro***

**Fernando Mujica es chileno, chef sommelier e investigador de la escuela de Sommeliers de Chile. Correo electrónico: fernandomujica.cehfsomelier@gmail.com

***Amalia Castro es chilena, licenciada en Historia, Máster en Estudios Amerindios, Universidad Complutense de Madrid (Madrid, España), DEA en Estudios Avanzados, Universidad Complutense de Madrid (Madrid, España), Doctor© en Historia, Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza, Argentina). Académica Universidad Finis Terrae, Facultad de Comunicaciones y Humanidades, Escuela de Historia. Correo electrónico: castrosancarlos@yahoo.com.mx

 


Resumen: El siguiente artículo examina el surgimiento de un grupo especializado de personas con capacidad de apreciar las cualidades de vinos y aguardientes, durante los siglos XVI, XVII y XVIII, en el Cono Sur de América. Además, investiga sobre la batalla que sostuvieron los diversos actores contemporáneos, técnicos y críticos, por la definición del buen vino. En la actualidad, esta batalla se libra en la arena de la historiografía. Por lo general, los catadores eran convocados por los cabildos para funcionar como árbitros o peritos en los conflictos civiles y comerciales suscitados en torno a la calidad de vinos y aguardientes; la recurrencia de los pleitos y la necesidad de las partes demandantes de disponer de expertos de reconocida autoridad, generaron las condiciones óptimas para el surgimiento de los primeros especialistas en ámbitos vitivinícolas. Se pregunta sobre los debates historiográficos que sostienen cabildantes y cronistas para hacer prevalecer su juicio sob re la calidad del vino y del aguardiente en el periodo colonial. Al mismo tiempo, se establecen los deberes y las funciones del naciente oficio: el catavinos. El trabajo se concentra en las jurisdicciones del fin del mundo, entre Lima, Potosí, Jujuy, Buenos Aires, Mendoza, Santiago y La Serena.

Palabras clave: Catadores - Mojonería - Fiel ejecutor - Vinos - Aguardientes.


Abstract: The following article examines the emergence of a specialized group of people with the ability to appreciate the quality of wines and spirits, during the sixteenth, seventeenth and eighteenth centuries, in the Southern Cone of America. Furthermore, writing this article will also explain the battles held by contemporary technical and critical actors, to achieve the definition of a good wine. Today, this battle is fought in the arena of historiography. Usually, the tasters were summoned by the councils to act as arbitrators or experts in civil and commercial disputes about the quality of wines and spirits, due to the recurrence of the lawsuits and the need for the applicants to have experts of recognized authority. They generated the optimal conditions for the emergence of the first specialist in viticultural areas. This article wonders about the historiographical debates that support lobbyists and reporters to assert their judgments on the quality of wine and spirits in the colonial period. At the same time, the duties and functions of a rising job, the catavinos (wine taster), are established. The work focuses on Lima, Potosí, Jujuy, Buenos Aires, Mendoza, Santiago and La Serena jurisdictions.

Key words: Tasters - Mojonería - Faithful executor - Wines - Spirits


 

Introducción

Los primeros catadores de vinos y aguardientes del Cono Sur de América surgieron como especialistas autónomos, lejos de la influencia europea y más aún, al margen, desde el punto de vista de la moral estética, de los cánones de calidad establecidos por la élite del viejo mundo: clero y burguesía. Los catadores del fin del mundo definieron las propiedades del vino según las necesidades del nuevo continente, principalmente, basados en la moral económica, contexto que la antropología moderna define como alimentos buenos para vender. Así coexistieron, en el mundo del vino del Cono Sur de la América Colonial, dos miradas para indicar la calidad de los vinos. La primera estuvo a cargo del Cabildo, los cabildantes dejaron registro de sus prácticas vitivinícolas en las Actas del periodo. La segunda visión sobre la calidad de los vinos corresponde a los cronistas coloniales, las huellas de la pluma impresa sobre sus legados hacen eco de sus relatos vitivinícolas.

Algunos historiadores han hecho uso de las palabras de los cronistas, en reiteradas ocasiones, para jactarse de la calidad de los vinos y aguardientes de tiempos remotos, estos académicos han tomado prestadas las percepciones de los cronistas para vanagloriar la patria con la fama de sus caldos (Alvarado, 1985 y 2003; Huertas, 2004 y 2012; Ruiz, 2006; Muñoz, 2012). Otros especialistas de los estudios vitivinícolas han hecho juicio público sobre la calidad de los vinos del periodo colonial (Mathass, 1997; Tapia, 2004), menospreciando la vitivinicultura pre-republicana, influenciados, principalmente, por la contaminación identitaria acaecida por los países latinoamericanos a partir de la segunda mitad del siglo XIX (Lacoste et al, 2014). Por otro lado, solo un puñado de intelectuales ha vislumbrado la facultad de los agentes cabildantes para apreciar y definir la calidad de vinos y aguardientes (Morales, 1937; Huertas, 2004 y 2012; Soldi, 2006; Lacoste, 2005; Muñoz, 2012; Lacoste, 2013).

Lo establecido por los cronistas como bueno o malo para beber, y en este caso un alimento tan complejo como el vino (Cruz, 1997: 118), no tiene que ver solo con una apreciación fisiológica de la comida o con su valor nutricional, sino que se asocia más bien con un consumo cultural, dado que los grupos humanos construyen fuertes relaciones simbólicas con la comida (Delgado, 2001: 83). Un alimento puede ser considerado “bueno para vender” (Harris, 2002: 11-17), algo que los primeros catadores del Cono Sur americano intuyeron bien. Tanto es así, que establecieron una verdadera lucha por imponer un juicio sobre la calidad del vino, lo que nos acerca al concepto de gastropolítica, por el cual podemos entender de qué manera un alimento, según Appadurai, es al mismo tiempo el medio y el mensaje de un conflicto (Montecino, 2009b; Montecino y Foerster, 2012). En este caso, como se verá más adelante, las ramificaciones del establecer la calidad del vino, en términos de resolución de un conflicto, llegarán hasta la esfera económica, vinos buenos de dar y recibir.

A través de los sentidos nos apropiamos del mundo que nos rodea. Se trata de una percepción tanto física como cultural, puesto que los sentidos son capaces también de transmitir valores culturales. Desde la perspectiva de la antropología de los sentidos, éstos están regulados por la sociedad, y cada sociedad percibe el mundo de modo diferente (Classen, 1997). Dentro de esta corriente, la denominada antropología del gusto se ocupa de entender la formación social del mismo como diferenciador de clases sociales, “la gustación del mundo, desarrollada por cada sociedad, contiene las formas y principios de su cosmología” (Le Breton, 2007: 287). Una de sus vertientes es aquella que tiene que ver con “la substancia estética o sentido genérico que permite una vía de percepción y disfrute estético”, un gusto comprometido con aquello que percibe (Flores Martos, 2009: 140).

Desde el punto de vista científico, la palabra gusto se aplica a “las sensaciones que provienen de las células especializadas de la boca” acotando la percepción humana a cuatro tipos de gusto: salado, dulce, ácido y amargo. Últimamente, existe otra categoría, el umami (Smith y Margolsky, 2001: 65). A pesar de ello, culturalmente existen más excepciones que coincidencias totales con esta tipología. En la antigua China, el taoísmo definió los cinco sabores según la filosofía del yin yang (salado, amargo, acre, ácido y dulce), “todo desequilibrio entre ellos puede causar trastornos” (Weimberg y Bealer, 2002: 77). En la Europa medieval, la Escuela de Salerno, considerada la primera escuela de medicina, distinguió alrededor de 12 sabores, combinaciones de los diferentes gustos más los denominados acre, póntico y estípico (Cruz, 1997: 173-175). Los indígenas, por ejemplo, reconocen seis gustos básicos, sumando a los cuatro más conocidos, el gusto astringente y el picante (Howes, 2008). Por añadidura, el gusto, además, es clasificado en muchas culturas indígenas americanas como cálido o frío.

Para las culturas que han elaborado su percepción del mundo basados en sentidos no visuales, al contrario de la cultura occidental moderna, el sabor y el gusto son construcciones complejas. De este modo, el gusto en sociedades como la india provee un marco social, reafirmando la adscripción a una casta determinada (Howes, 2008). Así, el gusto "legitima las jerarquías y estatus de las personas y de las cosas” funcionando, a la vez, en una espacio orgánico, que es el cuerpo, y en un espacio simbólico (Montecino, 2009(b): 1-2). De este modo, el buen gusto "es el desarrollo de la facultad socialmente premiada de asociar diversos elementos sensoriales y materiales con el fin cumplir con una ética de la estética" (Lutz, 2008: 216-217). En épocas más modernas, el mundo occidental impulsa el moldeamiento del gusto -nos dicen qué nos debe gustar- a través de la cultura impresa popular, al definir y establecer a qué sabe un producto y si es bueno o malo (Boudan, 2000).

Si bien es cierto que "comer es digerir culturalmente un territorio" (Delgado, 2001: 84), entonces la discusión sobre la percepción del gusto o el establecimiento del buen gusto será fundamental a la hora de entender la influencia de un sentido en la cultura en su conjunto y en ámbitos particulares de la misma, como sociedad y economía. De este modo, el vínculo de los cronistas coloniales con el lugar de origen fundamenta la tendencia que arraigaron para preferir los vinos de las tierras que habituaron, el gusto es un sabor heredado, adquirido y controlado cultural y socialmente (Contreras, 1993; Franco, 2001; Bordieu, 2002; Sloan, 2005). La cultura del gusto obedece a una estratificación de los hábitos (Cascudo, 2004: 371), “los hábitos culinarios son influenciados por factores como la clase social, la raza, la religión, la edad, la educación, la salud y el ambiente social. Por lo tanto, se puede afirmar que el gusto es formado socialmente y no individualmente, e influye el comportamiento de consumo como expresión de la clase social a la que se pertenece” (Nunes do Santos, 2007: 235). Se puede concluir que el gusto es un lenguaje, se construye, distingue, identifica y transmite, cuya genealogía coexiste entre cocina y cuisine (Lévi-Strauss, 1968; Godoy, 1995; Montecino, 2005 y 2009a).

Para la época que nos ocupa, la formación e imposición del gusto se hacía evidente en distintos lugares del mundo. En el viejo continente, el gusto de los reyes, príncipes y las élites religiosas, incentivaron la elaboración de vinos “de calidad” (Enjalbert, 1953; Lacoste, 2013). En este sentido, un buen vino sería aquel que reuniera las características necesarias para cautivar a los miembros nobles de una sociedad, especialmente, a aquellos que ostentan poder económico y político (Enjalbert, 1953: 317-319). En cambio, los vinos comunes de la Europa medieval se reconocieron por ser masivos, populares y de baja calidad (Unwin, 2001; Fossier, 2008). Esta batalla del gusto por la calidad del vino originó dos percepciones en el viejo continente. Por un lado, comenzaron a destacarse algunas regiones vinícolas de la élite como Burdeaux, Borgoña, Cognac, Champagne y Oporto (Enjalbert, 1953; Lacoste, 2013), y los consumidores, principalmente del mercado londinense, reconocían el buen vino si se elaboraba en alguna finca particular como Haut-Brion, del noble Arnaud de Pontac (Johnson, 2005). Por otro lado, el consumo de vino local permaneció en los sectores populares y se comercializó con los mercantes neerlandeses del siglo XVII (Enjalbert, 1953; Braudel, 1994).

Esta división del mundo vitivinícola europeo, liderada por la élite de Londres y la fuerte demanda comercial de Holanda, llevó a que, durante el conflicto que ganaron los pequeños viñateros de Francia a los dueños ricos y poderosos de las viñas, los peones iniciaran una viticultura de alto rendimiento para satisfacer al mercado holandés que exigió vino de menor calidad para destilar, mientras los propietarios de las haciendas burguesas buscaban vinos de “calidad superior” para hacer prevalecer, en el mundo de los consumidores de la élite, clero y burguesía, su estatus social, el nombre de la región y principalmente el de su hacienda (Braudel, 1993). Esta lucha paralela, que tuvo lugar en el ámbito económico y en el escenario de la construcción social del gusto, originó, justo cuando la élite política dominante de Francia le declaró la guerra a Holanda, la crisis vitivinícola francesa (Enjalbert, 1953: 322-325).

Con respecto al aguardiente, el caso de Holanda resulta clarificador. Los holandeses controlaron el comercio del alcohol y el vino en las costas del Atlántico (Enjalbert, 1953) Braudel, 1993 y 1994; Cortés, 2005). El alcohol, utilizado para fortificar los vinos flojos en ultramar, exigió menores gastos de transporte en relación al vino a igual volumen (Braudel, 1993 y 1994; Cortés, 2005). La hegemonía de Holanda sobre el aguardiente formó a expertos reconocedores de la calidad de esta bebida, los comerciantes del país mercante establecieron estándares de moral económica, alimentos buenos para vender. En relación a los beneficios cualitativos del aguardiente, éstos se reconocieron por los grados alcohólicos que dictó la prueba de Holanda:

Se tomaba una muestra en un frasco medio lleno. Se tapaba éste con el pulgar, se daba vuelta y se agitaba: si el aire que penetraba formaba burbujas, burbujas de una forma determinada, el aguardiente tenía la graduación que le daba calidad comercial, es decir entre 47° y 50°. Si no cumplía este requisito, había que tirar lo destilado, o meterlo a una nueva destilación. La calidad media se conocía con el nombre de tres-cinco, de 79° a 80° alcohólicos; la calidad superior, el tres-ocho es “el puro espíritu” de 92° o 93° (Braudel, 1994: 31-32).

La prueba de Holanda se mantuvo vigente durante el siglo XIX. En el tratado de fabricación de aguardientes, de 1873, escrito por Francisco Balaguer, se habla de la calidad de estos destilados, “se llama tres- ocho al espíritu que, mezclando tres volúmenes de él con cinco de agua, da ocho de aguardiente”. El autor describe las calidades de aguardientes (Holanda, anisado, prueba de aceite, de la pólvora y del sol) indicando que, “estas graduaciones inexactas han desaparecido, y con ellas los nombres indicados, habiendo quedado, sin embargo, el de Holanda, que se sigue usando en el extranjero y aún en los mercados españoles” (Balaguer, 1873: 28-29). A partir de aquí, el panorama está descrito para entender cómo y de qué manera el naciente oficio de catadores de vino actuó en el Cono Sur americano, terminando por imponer su criterio del "buen gusto y el buen vino" en una verdadera lucha que se estableció entre diversos actores contemporáneos. El presente estudio se pregunta sobre las miradas que sostuvieron técnicos y críticos para hacer prevalecer su juicio sobre la calidad del vino. Al mismo tiempo, se establecen los alcances económicos que resultan de la resolución de estos juicios por parte del naciente oficio.

 

Origen de un oficio: El Catavinos

El 2 de diciembre de 1585, en la villa Imperial de Potosí, fue investido con la vara de fiel ejecutor el regidor Sebastián Sánchez de Merlo (ABNB, 2012, 1: 8), cuatro días después, el Cabildo concedió a Francisco de Montalvo, alguacil mayor, y al regidor Andrés Velázquez, el oficio de fiel ejecutor, el objetivo era verificar la venta de vino nuevo de Oroncota y otros valles “por ser éste dañoso para la salud” (ABNB, 2012, 1: 8-9). De esta manera, se tiene registro de a quiénes podríamos denominar, hasta ahora, los primeros catadores de vinos del Cono Sur de América.

El Cabildo, en su rol de autoridad colonial, salvaguardó y construyó la cultura de hacer y sentir vinos y aguardientes, y liberó a los productores originales de los productores perniciosos y malintencionados que falsificaron las bebidas. Vinos aguados, mostos no fermentados, vinos con acético y aguardientes de uva mezclados con aguardiente de caña fueron algunas de las “malas prácticas” que debieron combatir los cabildantes (Sold i, 2006; Huertas, 2012). Estos agentes velaron por la legitimidad de las medidas de capacidad y peso, tanto de venta (arrobas, odres y botijas) como de almacenaje (tinajas) (Huertas, 2012; ABNB, 2012). Resolvieron pleitos y conflictos suscitados en torno al vino y transparentaron los negocios vitivinícolas (Lacoste, 2005 y 2013), ora por disputas entabladas entre viticultores por los precios establecidos, ora por problemas acaecidos durante la distribución de los mostos (Morales, 1937: 94-95). Además, los fieles ejecutores resguardaron cada uno de los espacios y actividades que generó la viticultura, desde el reparto de las tierras para plantar las vides (Huertas, 2004; Cortés, 2005; Huertas, 2012), hasta la comercialización en los centros urbanos de intercambio y sociabilidad: puertos, tabernas y pulperías (Amunátegui, 1928; Cruz, 2011; Muñoz, 2012). Un claro ejemplo sobre este contexto ocurrió el 20 de agosto de 1759: el Cabildo de La Serena concedió al convento de Santo Domingo el monopolio por diez años para fabricar botijas destinadas al transporte de vinos y aguardientes (Amunátegui, 1928).

Ostentar el título de fiel ejecutor no fue una tarea fácil, así por ejemplo, el virrey marqués de Montesclaros rechazó, en 1610, a Alonso de Merlo en el oficio de fiel ejecutor de Potosí, dejando en su lugar a Luis Hurtado de Mendoza (ABNB, 2012, 2: 286 y 288). En muchas ocasiones las normas de los cabildantes generaron más de alguna molestia a los comerciantes, los fieles ejecutores debieron actuar sin temor al desprecio del poder empresarial laico o eclesiástico (Lacoste, 2005). Una de las medidas más drásticas que dictó el Cabildo de Potosí tuvo lugar el 27 de abril de 1601, consistió en el “mandamiento para que se quiten los barriles, tinajas y coladeras y se pregone que ninguna persona los tenga en público ni secreto” (ABNB, 2012, 2: 49). Por otro lado, ante la petición de los viñateros para vender vino por arrobas en sus haciendas, los cabildantes buscaron una solución, “ello sólo podría hacerse mediante un boleto que le entregaría el Corregidor” (Morales, 1937: 95). A pesar de las dificultades en sus labores, los fieles ejecutores fueron protagonistas de la construcción social del gusto vitivinícola del periodo colonial, albañiles de la cultura de hacer y sentir vinos y aguardientes en los siglos precedentes y unificadores de símbolos y signos pertenecientes a la sociedad vitivinícola de antaño (viticultores, arrieros, pulperos y consumidores).

El fiel ejecutor fue un funcionario permanente del Cabildo, estuvo a cargo de los abastos alimentarios de las grandes ciudades, y de revisar la calidad de los vinos durante las negociaciones. Además, verificaba la autenticidad del vino tasado con anterioridad y revisaba, en los puntos de venta, el cumplimiento de los precios y medidas establecidos por las autoridades. Si los comerciantes de vino no cumplían las normas “se procedía a dictar condenas, multas y castigos, como pérdida del oficio, destierro, sumado al derrame del líquido” (Muñoz, 2012: 173). El control de calidad de las bebidas en bodegas, pulperías, tabernas y chicherías, aseguraba la transparencia del intercambio, avalaba la calidad de los vinos y aguardientes durante las negociaciones entre viticultores y troperos, resguardaba la transacción y traspasaba la responsabilidad de la calidad del vino al fletero, ahora si se estropeaba el vino durante el viaje era culpa del carretero (Lacoste, 2005: 70).

En relación a las pulperías, los fieles ejecutores otorgaban los permisos para su funcionamiento. En Potosí, el Cabildo estableció el número de 24 pulperías para la villa (ABNB, 2012, 1: 78 y 111) y se prohibió la apertura de estos recintos fuera de los límites instaurados1, tal como ocurría en Jujuy (Cruz, 2011: 68). Con el control de estos recintos, las autoridades pudieron vigilar, ordenadamente, los asuntos correspondientes a calidad, precios, medidas y permisos, al tiempo que intentaban poner coto a la embriaguez. Los problemas por exceso de alcohol fueron constantes, y las sanciones impulsadas por el clero continuaron. En Jujuy, los feligreses preferían jugar y beber en las pulperías que asistir a misa (Cruz, 2011: 67-69) y en Potosí, hubo un “nombramiento de diputados para la ejecución del cierre de las chicherías” por los daños que ocasionan a la vecindad “las juntas de negros, mulatos y otras personas con quienes se ofende a Dios” (ABNB, 2012, 3: 334335). Además, muchos esclavos encontraban la muerte por beber caldos mal elaborados o de dudosa procedencia; por lo tanto, pronto se prohibió la venta de vino a indios, mulatos, zambos y negros si no eran enviados por sus amos (ABNB, 2012, 2: 262; Morales, 1937: 95; Del Pozo, 2014: 41).

El Cabildo se encargó de fijar los precios de vinos y aguardientes (Cruz, 2011: 2526). El fiel ejecutor o los alcaldes, a través del análisis organoléptico, y siempre desde el punto de vista de la moral económica, lejos de la perspectiva moderna de la sociedad de la imagen y de las actuales concepciones del gusto y del “buen vino”, resolvieron la calidad de los mostos y por ende sus precios. Las Actas del Cabildo de Potosí atestiguan los precios que se fijaron para los vinos durante los siglos coloniales, estableciendo la venta del vino “de abajo”, que es de los valles de Arequipa, Ica, Moquegua y otros, entre 5 y 6 reales, el vino de Arica a 5 reales y los de Pilaya, Paspaya, Oroncota, Mataca, Mizque, Caracato, Trigo Pampa y otros valles a 4 reales el cuartillo (ABNB, 2012, 2: 281-283). En las Actas de Buenos Aires de 1639 se registró a $10 la arroba de vino como precio máximo y se encomendó al fiel ejecutor el cumplimiento de esta disposición (Morales, 1937: 93). En algunos casos, el vino añejo fue un vino apreciado, llegando a costar el doble del precio del vino corriente, tal como lo demuestra el caso de Mendoza donde la arroba de vino añejo alcanzó los 18 reales (Lacoste, 2005: 56). Hubo otras zonas donde los vinos añejos no superaron en valor a los vinos corrientes: “que en el presente ambos vinos se vendan al mismo precio” (ABNB, 2012, 2: 157). En el Reino de Chile, a fin de establecer los precios con la mayor justicia posible, anualmente se anunciaba una fecha pública para revisar el vino de la cosecha del año, llamada “la postura”. Tras esta operación se señalaba el precio que debía ser vendido a los pulperos según sus características o necesidades: añejo, nuevo o escasez (Muñoz, 2012: 171-172).

Como se dijo anteriormente, los fieles ejecutores debieron velar por la legitimidad de las medidas, ya que en algunos casos existieron discrepancias por las utilizadas. Para medir se manejaban utensilios de hojalata, plata o queros del Cuzco, como en el caso de Potosí, y se construían en una acción conjunta entre el estado y los propietarios de las pulperías (Morales, 1937: 95; ABNB, 2012, 1: 179; 2: 149; 3: 129). Al mismo tiempo, y debido a los problemas surgidos por inconformidad de los pulperos con las dimensiones de las nuevas medidas, el Cabildo de Potosí nombró, en julio de 1627, a Lorenzo de Vera y a Pedro de Ballesteros para verificar las medidas del vino y los facultó para elaborar nuevas si se demostraban erradas las actualmente utilizadas (ABNB, 2012, 3: 171-172). Precios y medidas constituyeron símbolos importantes de jerarquía y hegemonía en el periodo colonial. Además, generaron un vínculo de transparencia entre el punto de venta y el consumidor, entre el pulpero y el bebedor de vinos, pero también, entre la vida campesina y la Corona.

 

El arte de catar vinos y aguardientes en el Cono Sur de América

El arte de catar vinos y aguardientes en el Cono Sur de América necesitó expertos apreciadores del “buen vino”, capaces de identificar vinos defectuosos o adulterados. El estado, principalmente en la figura del fiel ejecutor y el mojón, hombres que comprometían su honor y nombre al momento de dictaminar los vinos, asumió la responsabilidad de inspeccionar las bodegas coloniales. En Charcas, por ejemplo, se hizo, en 1610, el “nombramiento de los veinticuatros Pedro Torrejón y Diego Núñez de Ovando como diputado para que hagan el ensaye de los cuartillos que tiene cada botija de vino” (ABNB, 2012, 2: 281). Casi simultáneamente, en el Reino de Chile, se informó, en 1629, sobre los asuntos vitivinícolas, puntualizando la prohibición de vender vinos que no hubieren sido catados y aprobados por el fiel ejecutor (ACS, XXX: 116).

En las bodegas se tomaban muestras de vino de todas las tinajas para discriminar las diferencias que había entre unas y otras, sin importar la enemistad que se conseguía con el poder empresarial (Lacoste, 2005: 71-72). En reiteradas ocasiones, los fieles ejecutores se hacían acompañar de más de algún testigo catador para argumentar la resolución sobre la calidad y la imposición del precio a que había de venderse el vino. Así quedó demostrado el 22 de octubre de 1689 en la bodega de Pedro Joseph de Videla, donde el alcalde Juan de Godoy del Castillo acompañado de los catavinos Diego Martínez Tirado y Miguel Bustos de Lara, inspeccionaron los vinos de las tinajas que había en dicha bodega y volcaron los resultados certificando y dando fe de lo vivido:

Hallé que el vino que había en sus tinajas estaba bueno de dar y recibir sin malicia alguna. Se fue probando de una en una por el capitán Diego Martínez Tirado y el que había en dicha tinaja estaba malo y adicionado que hará 26 arrobas poco más o menos. Y así mismo certifico reconocí el vino que había en 26 botijas y se halló estar bueno de dar y recibir dando visto por mi y reconocido2.

Las Actas de Mendoza nos entregan información relevante para comprender los procesos de la cata en el periodo colonial. Durante el siglo XVIII, en las bodegas de Miguel de Arizmendi, viticultor especializado en vino a la vela, los catadores Manuel de Ábrego y José Loyola asistieron para acreditar la calidad de los vinos. “El mismo don Miguel abrió por sus manos las tinajas que estaban tapadas con yeso y fue sacando de cada tinaja en una tacita de plata y dándole a este testigo para que viese el vino si estaba bueno. Después de aquella ocasión hallaron y reconocieron el vino en estado bueno”3. De hecho, como lo ha señalado la literatura especializada (Lacoste, 2005) la cata colonial seguía estrictos pasos para establecer la calidad del vino: “don Miguel abrió con su mano todas las tinajas que estaban tapadas. De cada tinaja fue sacando (vino) para reconocerlo. En algunas halló el vino de buen color y en otras se halló el vino algo desabrido pero de buena calidad”4 Es interesante notar las razones por las cuales, para la visión de los cabildantes, los vinos fueron definidos y sojuzgados como “buenos o malos”, porque a pesar de que encontraron un vino desabrido, esto no fue motivo para rechazarlo. Las descripciones organolépticas estéticas sobre el gusto del consumidor correspondieron a personajes de la vida privada, principalmente, estuvieron presentes en la voz de los cronistas, los agentes públicos mantuvieron sus decisiones al margen del gusto personal.

El fuerte flujo vinícola-aguardentero de los grandes centros urbano-comerciales, como Lima, Potosí y Buenos Aires, originó la vacante para un especialista en ámbitos vitivinícolas: “El Mojón”. El título de moxón abrigó a personas con capacidades para mantener una serie de medidas éticas y bien intencionadas con los consumidores; asimismo, lideró el concejo encargado de regular la calidad de los mostos. De este modo, la cata para el vino quedó reglamentada en el Virreinato del Perú en el último lustro del siglo XVI de la mano del surgimiento de la mojonería. En 1595, el virrey García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, reglamentó este oficio en el Perú, labor refrendada, posteriormente, en 1603 por el virrey Luis de Velasco (Huertas, 2012: 113 y 263-264). Los cabildantes de Buenos Aires, motivados por la gran cantidad de vinos que ingresaban a la ciudad, establecieron el 22 de octubre de 1607 el servicio de mojonería (Morales, 1937: 91). El título de mojón se ponía en arrendamiento, así lo atestigua la resolución de Potosí de 1658 “para que se haga el remate” de dicho título (ABNB, 2012, 3: 304). La tarea de conseguir mojón en las ciudades no fue fácil, el 27 de febrero de 1592, en Cerro Rico, el regidor y capitán Francisco de Vargas propone que se nombre a otra persona para el oficio “por estar el actual diariamente ebrio” (ABNB, 2012, 1: 126).

El arte de catar vinos requirió una serie de medidas técnicas, como la utilización de elementos especializados para catar, encontrándose, entre estos, especificaciones con respecto al tipo de copas, cantidad de las mismas, formas y materialidad, tal como lo especifica Huertas en su estudio sobre la producción de vino y Pisco en Perú: “para catar los vinos que hubiese de escoger, catar o apartar, tendrá seis copas pequeñas de vidrio muy claras y lisas que no sean llanas sino usadas para que se pueda ver la color del vino, las cuales tazas serán del mojón para que no se sufra engaño usando de herramienta ajena” (Huertas, 2012: 113 y 264). Se demuestra el profesionalismo y complejidad del oficio. De hecho, se ha señalado también la existencia de copas de plata pura para la cata (Lacoste, 2005). La cristalería utilizada por los catadores fue de suma importancia para determinar la calidad del vino. Gracias a la existencia de la mojonería, podemos conocer algunos aspectos sobre la calidad de los vinos y aguardientes en el Cono Sur de América, que se delimitaron según las proyecciones de guarda que tenían los vinos, la resistencia a las largas travesías por las rutas comercial-vinícola-aguardenteras del fin del mundo y la óptima fermentación de los mostos, cuidando el mojón “que el vino no esté tocado, mareado, salado, ni que tenga mixtura, ni otra confección ni adobo” (Huertas, 2012: 113 y 264). Así, tal como se señalaba anteriormente, poco tuvo que ver el establecimiento de lo que era considerado “buen vino” desde las esferas gubernamentales con criterios estéticos-organolépticos. Más bien, el mismo tuvo que ver con que los vinos fueran buenos “para vender”.

Diferente fue el criterio de los cronistas, trasformados en los primeros críticos de la viticultura americana, estableciendo, tal vez muy rápidamente, el estigma del “buen y el mal vino” que se mantiene vivo en la historiografía actual (Huertas, 2004; Lacoste, 2004; Lacoste, 2005; Muñoz, 2012; Huertas, 2012). Las percepciones vitivinícolas de los cronistas se basan en la construcción social del gusto del paradigma europeo, desde una moral estética establecida y liderada por las élites políticas y religiosas del viejo continente. Por lo tanto, en muchos casos, los juicios vinícolas de estos contemporáneos obedecen a sus gustos y conocimientos, no al sentimiento asiduo de la cultura de la vid y ese lazo estrecho e inseparable entre el hombre y la viña, tal como lo demostraron fieles ejecutores, alcaldes y mojones, durante el periodo colonial. Al punto que, Pedro Cieza de León fue testigo presencial, en 1548, de las primeras plantaciones de vides en la costa norte del Perú, “agora en este tiempo por muchos destos valles ay grandes viñas, de donde cogen muchas uvas. Hasta agora no se ha hecho vino y por eso no se puede certificar que tal será, presúmese que por ser de regadío será flaco” (Huertas, 2012: 20). El relato del cronista demuestra el desprecio hacia lo desconocido, el escritor augura un mal vino por estar las parras plantadas en un terruño distinto a los que habitúa.

En la historiografía moderna se encuentran las impresiones de los cronistas y sus descripciones de cata. Reginaldo de Lizárraga, fraile San agustino, se refirió, a fines del siglo XVI, a los vinos de los valles de Lunaguaná y Lima, aclarando que se producía “mucho y muy buen vino” en el primero y destacando la bondad de los caldos del segundo (Lizárraga, 1928, 1: 78 y 145). En una carta anónima de los jesuitas de Mendoza, del 12 de febrero de 1775, describiendo la Provincia de Cuyo, se describe: “la calidad y perfección de los vinos de esta provincia es excelente, tanto por la fortaleza, vigor, espíritu y fuerza que tienen, cuanto por el color, claridad y exquisito gusto que adquieren después que ha terminado la fermentación necesaria”5. El Abate Molina, vinculado desde su niñez al mundo del vino en Huaraculén, Maule, dio cuentas en 1788: “las uvas que maduran a lo largo de las riberas del río Itata producen el mejor vino de Chile; se le llama vino de Concepción”... “generoso, de excelente gusto y no cede a ninguno de los mejores vinos de Europa” (Muñoz, 2012: 167). Juan Ignacio Molina destaca la calidad del vino de Concepción del Reino de Chile, “se cuenta que el gran Federico, rey de Prusia, lo tenía en grande estima y le gustaba tener en su mesa alguna botella” (Hanisch, 1976: 78-79).

En el mundo vitivinícola colonial coexistieron dos visiones para interpretar las apreciaciones cualitativas del vino. Quien establecía aquello que era "bueno para beber" al mismo tiempo definía lo que era "bueno para vender"; en esto, los cabildantes cumplieron un rol fundamental. Más allá de los criterios estéticos moralistas expresados por todas las sociedades, el hombre siempre ha intentado definir estos conceptos en relación con un modelo estable (Eco, 2007). Para Nietzsche (1977), el hombre es ante todo un animal que juzga, los juicios morales son epidemias de todos los tiempos. La reflexión del filósofo se vio reflejada en la opinión de Juan Guillermo Muñoz (2012: 165). El historiador insiste en que la calidad de un vino, ya sea bueno o malo, estaría relacionada con la apreciación de sus contemporáneos, o sea, los que juzgan. De esta forma, el sentido del gusto, delimitado por los mojones, se imponía en las percepciones de sus contemporáneos a la fuerza, puesto que ningún vino podía ser expendido sin la aprobación del mojón o los cabildantes.

La lista de fieles ejecutores, iniciada en 1585 por Sebastián Sánchez de Merlo, Francisco de Montalvo y Andrés Velázquez, continuó su senda natural. En las distintas jurisdicciones del fin del mundo surgieron personas con capacidad de apreciar las cualidades del vino. En Potosí aparecieron especialistas de renombre. Francisco de Godoy fue fiel ejecutor de Potosí entre los años 1586 y 1609; Juan Jiménez de Vargas entre 1659 y 1678 (ABNB, 2012, 3: 411; ABNB, 2012, 4: 381); Jerónimo Zapata de Mayorga fue fiel ejecutor en la ciudad de Santiago del Reino de Chile en 1633 (ACS, XXX: 406) y Pedro de Mondragón realizó estas labores en la Provincia de Charcas entre 1591 y 1614 (ABNB, 2012, 1: 368; ABNB, 2012, 2: 367). Buen ejemplo de quiénes fueron, en términos sociales, los primeros catadores de América, fue Pedro de Mondragón, figura relevante del periodo colonial. Mondragón fue un hombre de negocios y riquísimo azoguero de la villa Imperial de Potosí, vestía con sedas y era elegantemente servido por criados españoles. Desde 1579, y como coronación de una carrera política de importancia, detentó todos los altos cargos gubernamentales posibles. Fue regidor perpetuo, procurador, tesorero de la Real Hacienda y fiel ejecutor (ABNB, 2012, 2: 367). Tuvo estrechos lazos con el monarca hispano, al punto que, le prestó 60 mil ducados al rey sin reembolsos. Poseía más de veinte minas e ingenios para la producción de plata, descubrió nuevas vetas argentíferas en el cerro rico y fundó el primer banco de Potosí. Se casó con una india con la que tuvo tres hijos, y entre los años 1615 y 1616, uno de los hombres más ricos del periodo colonial encontró la muerte (Ugalde, 2009).

Hay en Potosí indios muy ricos, en particular uno que se llama Mondragón. Un día fui a la casa de este indio, que es Fiel Ejecutor perpetuo, a solo verle a él y a su casa: y desde España se puede venir a ver la casa de éste. Y le hallé comiendo en el suelo en una mesa baja, como comen los indios de ordinario en el suelo sin mesa ninguna, ni usan de ella ni de asiento, si no de cuclillas se ponen siempre. Y este por ser españolado en el vestido, tenía mesa, pero muy baja como una banquilla. Y tiene toda su hacienda siempre en casa delante de los ojos. Tiene una sala llena de plata, en una parte las barras, a otra las piñas y en otra parte, en unas botijas, los reales. La riqueza de Mondragón provenía de su trabajo como rescatador de piñas de plata y hacer barras y batir monedas6.

Otros nombres ocuparon los puestos de fiel de ejecutor y de alcaldes ordinarios en el periodo colonial. El Capitán Gaspar Caldera cumplió el rol de fiel ejecutor en el norte del Reino de Chile en el siglo XVII (Amunátegui, 1928: 40); Cristóbal Rodríguez de la Serna y Rui Gómez Machuca fueron fieles ejecutores de Potosí en 1594 (ABNB, 2012, 1: 185); Juan Jufré de Loayza participó en las actividades de la viticultura en su papel de alcalde ordinario de la ciudad de Santiago. El vínculo de Jufré de Loayza con la vitivinicultura existió desde su nacimiento. Su padre, uno de los propulsores de la viticultura chilena, le heredó encomiendas, chacras y estancias, muchas de ellas con viñedos. Juan Jufré, llamado “El Castellano”, sirvió en las guerras de Arauco desde 1610, fue capitán de infantería, castellano del fuerte de Monterrey en 1616, benemérito del Reino en 1612, alférez general en 1615 y alcalde ordinario de Santiago en 16247. Fue en este último cargo cuando Juan Jufré, acompañado de Miguel de Zamora, dieron licencias, el 7 de septiembre de 1624, para vender vinos en las pulperías de Santiago (ACS, XXVIII: 211).

Así, en las distintas ciudades estudiadas, la lista de fieles ejecutores se va engrosando. En las Actas del Cabildo de la ciudad de Potosí yace el último registro de un fiel ejecutor del periodo colonial. Se trata de Antonio Gonzáles Ortega, quien se invistió con el cargo el 29 de julio de 1814 (ABNB, 2012, 5: 335). Gonzáles Ortega, al igual que Pedro de Mondragón, ocupó distintos puestos con responsabilidad gubernamental. Además de fiel ejecutor, fue regidor, juez de policía, juez de recova, preceptor de primeras letras y vocal de la Junta Nacional de Propios (ABNB, 2012, 5: 410). Con este personaje se cierra el capítulo de los catadores de vino del periodo colonial; en él, como en todos los otros, recayó la responsabilidad de perpetuar la cultura de hacer y sentir el buen vino, situación que permitió mantener encendida la llama de las tradiciones vitivinícolas en el Cono Sur de América.

 

Conclusión

Las batallas por el gusto y la calidad vitivinícola que se libraron en el Cono Sur de América tuvieron dos ópticas diferentes: cronistas coloniales y agentes edilicios administrativos. Ambos enjuiciaron los vinos desde sus perspectivas. Así se inició una lucha destinada a perdurar por más de 400 años en la esfera de la historiografía y en la concepción de sus lectores. Los cabildantes trazaron el universo vitivinícola del periodo colonial y configuraron una intrínseca red comercial que impregnó la cultura del vino en el territorio domesticado. Desde la tradición medieval europea, el vino es considerado como dador de vida y materia de alto impacto económico-social. En definitiva, lo que se hizo en el Cono Sur americano fueron vinos buenos para vender, obtener información sobre su calidad según los parámetros estéticos actuales resulta una tarea difícil. A pesar de algunas tentativas como los vinos de Arizmendi y los vinos de Concepción, la calidad de los mostos y aguardientes de la periferia del Imperio español no se construyó a partir de una élite dominante como en Europa, sino más bien, estuvo marcada por las dificultades que tuvieron los troperos por las largas y pertrechas rutas comercial-vinícolas-aguardenteras con destino a Potosí, principal consumidor de alimentos y bebidas del Cono Sur de América en la Colonia.

 

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Notas

1 Comisión otorgada el 4 de noviembre de 1603 al fiel ejecutor Juan Serrano (ABNB, 2012, 2: 111-112).

2 AHM, Época Colonial, Judicial Civil Carpeta N° 200. Documento N° 17 fols. 1. Mendoza, 22 de octubre de 1689.

3  AHM, Época Colonial, Judicial Civil, Carpeta 177, Documento 20, fols. 2 v. Mendoza, 27 de febrero de 1745.

4  AHM, Época Colonial, Judicial Civil, Carpeta 182, Documento 33, fols. 1. Mendoza, sin fecha.

5 Carta del St. Ab. N. Americano al S. Ab. N. Genovés, 12 de febrero de 1775 (Fuente Americana de la Historia Argentina. Descripción de provincia de Cuyo. Cartas de los jesuitas mendocinos ,1940: 45-46)

6 Ocaña, 1969. <1599-1606>: 199. En Medinacelli, 2010.

7 www.genealog.cl/chile/j/jofre/

 

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*Proyecto Fondecyt N° 1130093 “Denominaciones de origen e identidad de agroalimentos en Chile (18701950)

RECIBIDO: 11-06-2014 ACEPTADO: 20-10-2014

 


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